Alpes franceses, suizos e italianos (Parte I)

Fuera de lo habitual, este viaje lo preparé durante semanas y mentalmente durante muchos meses, no digo ya más de un año. Tres semanas antes del día D fui recopilando todas las compras, comprando nuevos caprichos (unos más tontos, otros más útiles) y almacenándolo todo en un sofá hasta que más pareció un trastero. También hice acopio de todos los interesantísimos consejos de Alguersuari (www.alguersuari.com), las rutas de mi amiguete Fran (www.franturista.com) y las experiencias de los Kinder y toda la gente de motos.net.

Había que meter el equipaje de tres semanas, zona playa (Costa Azul francesa), posibles lluvias franco-suizas, posible frío de los Passes y turismo veraniego de los pequeños pueblos italianos de playa-montaña: un auténtico drama.
Aunque compré la Sevenfifty específicamente para este viaje (bajo consumo, excelente postura, enorme par, motor irrompible), uno de los principales requisitos con los que comenzó mi búsqueda eran las maletas rígidas. Casi todas las finalistas contaban con esta ventaja, pero me decanté por la Seven por su fiabilidad sin igual.
Ahora me arrepiento, no sólo por una posible mayor capacidad de carga (no estoy seguro de que las rígidas tengan realmente mayor capacidad que mis alforjas) sino porque el asiento de la Honda da muchos problemas para encajarlo incluso sin alforjas, con ellas era el mayor problema del día, que hacía que comenzara la jornada con sudores y mala leche. Afortunadamente, el motor compensaba el detalle, pero imaginarnos meter y sacar una bolsa de tela dentro de una maleta rígida hacía que me arrepintiera muy mucho de la compra: para el próximo viaje ☺

Moto parada ante señal de tráfico de peligro motos
En Greoux-les-Bains

Afortunadamente mi mujer es una gran jugadora de Tetris y supo encajar la estructura perfecta de camisetas, gayumbos y calcetines que utilicé durante todo el viaje. Sólo de esa manera cabía todo, incluso un par de deportivas y unas sandalias playeras: increíble.

Utilizamos una alforja cada uno y un rulo para el transportín trasero en el que metimos ropa de abrigo, lluvia, pantalones y un poco cajón desastre por su fácil acceso. En la sobre depósito llevábamos todo lo pesado para compensar el peso de detrás: aparatos electrónicos, tablet, cables, herramientas, etc.

Salimos un viernes después de curro, pero se nos hizo muy tarde. Partimos sobre las cinco y teníamos una jornada de más de cuatro horas y media hasta Lérida. Se hizo muy largo y muy cansado, nos pilló la noche en el desierto de los Monegros y aunque de día es bastante divertido, de noche, en total oscuridad, es ciertamente peligroso. Mi luz era demasiado débil y apenas distinguía la prolongación de la carretera en las curvas, además la luz de todo el tráfico de sentido inverso (intenso) me deslumbraba y, atravesando la capa de restos de insectos de mi pantalla del casco, hacía verdaderamente incómoda la conducción. Las luces largas de mi Seven deslumbraban a los contrarios, así que había que andarse con mucho ojo.
Afortunadamente, la papeleta la salvó una bendita furgoneta que no adelanté. La seguí a prudente distancia y ella se ocupó de mostrarme las curvas, frenar en los pueblos, esquivar los baches y ahuyentar a los que adelantan a lo kamikaze del sentido contrario. Me ponía nervioso ir tan lento pero me enorgullezco de haber pensado con la cabeza: ¿a qué velocidad nos lleva? ¿a ochenta? ¿a cuánto podía ir yo en esas condiciones? ¿a noventa, a cien? ¿compensa el desgaste, el acojone y el riesgo veinte kilómetros por hora más? Claramente no, así que quédate ahí detrás y deja que pase el rato como una máquina.
Cuando llegamos a una carretera iluminada fue como si de repente fuera de día, se abrió el cielo. Llegamos a Lérida agotados, nuestro Hostal, baratísimo y perfectamente equipado para su precio (Hostal Mundial), nos acogió y no nos dejó salir a cenar. Mañana será otro día, hoy estoy reventao.

La paliza del viernes junto con el cansancio de trabajar toda la semana, hizo que se me pegara un dolor en la lumbar que siguió conmigo cerca de dos semanas. Mala jugada. Apunte: mejor salir un sábado por la mañana bien descansado, avanzar más y sin dolores.
En Lérida nos echamos un buen desayuno y seguimos hacia el norte.
Autopista, autopista, autopista. Frontera, autopista, atascón, lluvia torrencial que nos pilló comiendo y ya nos vestimos de agua aunque no volvió a llover.
El camino hasta Montpellier fue bañado por viento muy fuerte (vent violent, como marcaban las señales) que limitaban la velocidad de 130km/h a 110km/h. También muy molesto pero con autopistas francesas, la conducción cortés de los vecinos y atravesando Parques Naturales con el mediterráneo a la derecha. O sea, a 140 cuando bajaba el viento y un coñazo.

Montpellier y nuestro GPS no se llevaban nada bien. El tío nos metía por todas las calles en contra dirección, otras cortadas, etc. Fue realmente una pereza, hicimos más pirulas que en Madrid en el último año. Habíamos quedado con un chico que alquilaba su apartamente por AirBandB de 18h a 19h. Nos telefoneó unas cinco veces pero no llevo intercomunicadores y además no confío en mi francés telefónico, así que hasta que no localizamos el portal no lo llamé. Una vez allí el chico se portó muy bien, la moto descansó en la calle (una de las pocas veces en el viaje), en la plaza junto a la Rue du Palais du Guilhem y no hubo ningún problema.
Descansamos y bajamos a cenar, lo hicimos muy cerca de casa, en un bar llamado Le Comptoir de l´Arc, todo buenísimo, el tartar, la ensalada, ¡¡hasta las cervezas nos supieron a gloria!! Comenzaba el viaje, ahora sí, suelo francés, excelente comida y mejor compañía ☺
Dimos una vueltecita y echamos en falta un día más, porque lo que vimos nos encantó: divertida vida nocturna, calles entretenidas y muy cuidadas y una zona centro de lo más animada. También hay zona fea en Montpellier, como en todas las grandes ciudades, pero lo que vimos con la moto a la llegada nos bastó para saber que nuestro lugar no era ese.

Al día siguiente, de nuevo, carretera y manta, drama con las alforjas y el sillín pero esta vez contemplados por la cuarentena de turistas que paseaban sentados en el típico trenecito que recorre las ciudades turísticas francesas. Además se nos acercó el típico paseante que no reconoce la matrícula (de Guadalajara de hace veinte años) y nos pregunta que de dónde somos o veteasaberqué, porque no entendimos ni papa. Nos pasó exactamente lo mismo en Albertville, tampoco entendimos qué nos dijo el señor, pero era algo algo en plan “vais más cargados que la mula Francis”.

Pues nada, vimos un poco más de Montpellier pero ya bajo un sol de justicia y sobre la moto bien cargadita. Cuando nos cansamos cogimos carretera y destino Cassis: zona Costa Azul playera, Saint Troppez sin yates, Montecarlo sin coches y desde luego con menos lujos.

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Es un sitio pueblo de vacaciones bonito, tiene un puerto que concentra la vida nocturna y gastronómica y las callecitas de detrás plagadas de restaurantes. A un lado sus famosas calanques, el acantilado se abre en dos, el mar entra y descubre una cala con aguas casi turquesas y arena de piedrecitas, un conjunto muy bello y la bandera de la ciudad. Nosotros preferimos disfrutar de unas calas que están al otro lado del puerto, un acceso de escalinata da paso a unas enormes playas de rocas con aguas increíblemente transparentes y en contacto directo con el bosque. Realmente bonito. Lo cristalino del agua era tan sublime como frío, ¡cojones! Qué agua tan helada!! Y lo dice alguien que ha probado el Cantábrico Asturiano, Cántabro y Vasco, alguien que se ha bañado en las madrileñas pozas naturales de deshielo de Las Presillas, ¡buff!!
En la playa principal, al lado del puerto, la gente toma el sol y se baña como en una playa normal, sólo que la arena no es nada fina (piedrecitas, oiga) y el agua es…en fin. Conseguí meterme por un impulso de mi habitualmente escondida varonilidad de macho al ver que una niña entraba al mar como si nada y yo no podía echarme atrás. Me lancé soportando las mil agujas que se clavaban en mis pies y comencé a nada a ver si la energía daba paso al calorcete. Ni madres, estaba tan fría que me entró la risa tonta y ahí me ves, solo y descojonao nadando hacia el sur; cuando me cansé de nadar para nada salí de allí. Eso sí, tan digno como el que más, pecho fuera y con cara de qué rica está el agua.
Antes de secarme del todo volví a darme un baño rápido porque sabía que si me secaba no volvería a tener bemoles de volver a entrar, con niña o sin niña.

Nos hospedamos en una casota familiar que habían dividido y alquilado sus habitaciones, baño compartido, como les gusta a los europeos, salón y piscina común, que llevaban un francés parecido David Ghetta en parao y una cubana que era todo lo contrario. Un lugar encantador en el que nos hospedamos tres días, el máximo de todo el viaje.
El último día nos acercamos a Marsella, a media hora por autopista y unos tres cuartos por el camino largo. Obviamente pillamos el camino largo que discurría por la ladera de una montaña e iba descubriendo a lo lejos el mar y Marsella entre curvas, buen asfalto y demasiado tráfico. Varias motos pero sobre todo coches, así que nos centramos en las vistas y los pueblecitos citadinos de extrarradio que atravesábamos.
Para informarse sobre Marsella no es este el mejor blog, pero diré que recorrimos el puerto y el barrio de Le Panier, un Tribunal madrileño en suelo francés. Tiendas modernas alternativas, arte callejero (más que graffitis es algo de arte alternativo) y la rayada catedral de la Major.

Marsella es la segunda ciudad más poblada de Francia y el puerto comercial más importante de Provenza, Francia y del Mediterráneo, tercero en importancia de Europa tras Róterdam y Amberes.

Pasamos de subir a Notre-Dame de la Garde porque estábamos bastante cansados de la pateada y al final, después de largas diatribas, tampoco cogimos el bus turístico. Eso sí, comimos en un restaurante pequeñito recomendado por Trip Advisor que nos encantó, O´bidul, se llamaba. Un solo muchacho atendía al cliente, respondía al teléfono, servía las mesas y cocinaba, ¡y cómo cocina! Un crack.

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Carretera, carretera, carretera, mil pueblitos, mil desvíos, mil ciclistas, mil ríos preciosos, ¡enormes todos ellos!
En España cuando un pueblo tiene un río estamos orgullosísimos, allí parece que no existe la palabra “riachuelo”, casi todos están por encima de los treinta metros de ancho y con un color azul que dan ganas de parar a cada paso a pegarse un remojón. Además, los pueblos con río ganan muchísimo, una terracita desde donde se vea y un buen montón de flores de colores cerca y tienes un entorno inolvidable, ¡tan fácil!
Llegamos a Gréoux Les-Bains, un pueblecito con mucho encanto en el Parque Natural Regional del Verdón. Cuando llegamos vemos mucho movimiento pero justo han dejado de servir comidas. Nos recorremos el pueblo de arriba abajo (literalmente fue al revés) y todos las cocinas estaban cerradas, comimos unos bocatas en una terracita y muy a gusto. Luego dimos mas vueltas para ver lo importante, un castillo con reminiscencias de los Templarios, restaurantes, puestos y tiendecitas y ya. Es un lugar muy bien situado para ir a las gargantas del río Verdon y navegar por el propio rio. Nosotros piragüeamos, pero hay barcas de pedales e incluso con motorcillo. Sales de la piragua, escalas la roca y te lanzas al agua, ¡qué a gusto!! ¡¡vacaciones!!!

Flipa:

Y por si fuera poco, al salir de Gréoux Les-Bains dirección Verdon, atravesamos unas curvas de las que hacen afición, tanto que se habían ganado su propia señal de tráfico.

Comimos en Moustiers Saint-Mairie, un pueblecito pequeño y super turístico, tipo Potes, al que visitar pero no quedarse a dormir por la afluencia turística, demasiada. Aunque se merece ese mérito turístico, además de una iglesia preciosa, una vegetación envidiable y un comercio apetitoso, ¡¡tiene una maldita cascada en medio del pueblo!!

Aquí una preciosa CBF 1000, un 90% de las motos francesas calzaban Pilot Road III, coño parece que los regalaban. Dicen que van muy bien sobre agua, habrá que probarlos…

Increíbles las Gorges du Verdon./p>Matrículas de vetasaberdónde, que son realmente como las antiguas españolas, así que la mía de Guadalajara no llamaba la atención. Eché de menos una triste banderita española, más que nada, por bacilar 🙂

Esta preciosa 800 era de un pareja de lesbianas rudas (por el contacto que tuve con ellas). Justo empezó a llover (la única vez durante todo el viaje) y se llevaron la máquina a cubierto con todo el cariño. ¡Qué bien le quedan esas alforjas delanteras!

Esta otra bemeta estaba en el mismo pueblo, en Moustiers Saint Marie pero arriba. Con ese manillar enorme y ese mini guardabarros. Salvo por los intermitentes estaba preciosa, muy cuidada y con buen gusto.

Y de nuevo carretera, nuestro plan inicial consistía en subir vía Alpes en dirección a Alpe d´Huez y Mont Blanc, pero descubrimos las espectaculares carreteras del Parque Natural Regional de Vercors y era la oportunidad perfecta. Leímos en internet que estaba clasificada como “una de las carreteras más peligrosas del mundo”: allá vamos pues!

Casi 1,70€ el litro de sopa 95, la llegamos a pagar a 1,90, ¡qué dolor!

De camino, pasamos por Sisteron, un precioso pueblo con millones de flores, su trenecito turístico y un centro histórico realmente bonito. Iglesias, murallas y la ensalada más enorme jamás vista. De nuevo nos costó encontrar una cocina abierta, pero donde comimos nos sirvieron una ensalada que daría de comer a tres camioneros polacos. Eso sí, el café caca de la vaca.

Sólo en Die, son muchos los pueblos que tienen muy presente la Gran Guerra y sus consecuencias. Alemanes = caca.

Ojo a los colores de las flores, no es casual.

Un pueblecito tan normal como cuidado. Mucho arco y calle estrecha, mucha planta, mucha enredadera. Pero también una reunión de Porches y arte moderno.

Es un pueblo enfocado al turismo de montaña, sobre todo joven por los carteles que vimos en el hotel y restaurantes. Pequeñito pero con comercios y terrazas.

Y una preciosa Speed Triple francesa con la bandera británica, semimanillares y salpicada de Rizomas. Llevaba una chuleta con celo en el depósito con la ruta que se estaba pegando.  Como se ve, Die era el destino final. Iba solo.

Estaba aparcada en al puerta de un hotel que se había quedado sin habitaciones. Allí nos recomendaron otro muy apañao, muy barato y perfecto para nuestros propósitos.

Tiene gracia cómo en prácticamente todos los hoteles franceses, igual que tienen otros detalles, siempre ocultan los enchufes y no hay manera de cargar móviles, tablets, cámaras y demás mierdas eléctricas. Hay que estudiar bien la habitación a ver si hay alguno por ahí detrás de la cama o un mueble y si no toca desenchufar la/s lamparita/s de la cama, que casi siempre tienen el enchufe a la vista. Nos ha llegado a ocurrir que no encontramos ni uno solo, incluso en el baño, que lo adaptan sólo para maquinas de afeitar.

Seguimos en la Parte II.

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