Bonne Route!!

De nuevo la ilusión de un viaje nos embriagaba, dejábamos atrás España pero esta vez hacia Francia. La oportunidad nos la ofrecía un día de fiesta y otro de permiso a mediados de Agosto que conformaban cuatro días que exprimiríamos al máximo.



La primera jornada se redujo a minimizar kilómetros y cansancio, por lo que aprovechamos la tarde antes para ponernos en marcha hasta Fraga, Huesca. Día por tanto de autopistas y sólo destacable el tramo que atraviesa el aragonés Desierto de los Monegros, cuna de festivales musicales donde transcurren carretera nacional y de peaje paralelas hasta alcanzar el pueblecito de Fraga, ya a las puertas de Lérida.

Por la mañana nos pusimos camino de Belvianes-et-Cavirac, a cuatro kilómetros de Quillán, al sur del famoso Carcassonne. Autopista hacia Manresa pasando por Lérida, jamás he sufrido un viento tan fuerte en mi vida motociclística. La moto cargada, dos personas en ella y cada envite de viento nos llegó a mover hasta dos metros a lo ancho del carril. Había que conducir por el medio de los dos carriles porque las rachas empujaban hacia la cuneta derecha, pero al mismo tiempo había que dejar pasar los coches que nos adelantaban, así que tras llenar el depósito a ver si remitía un poco Eolo, proseguimos la marcha a no más de noventa por hora, lo que nos retrasaría el resto de la jornada. Era realmente peligroso, ese imponente Cierzo nos obligaba a estar alerta aún más de lo normal por si de repente algún empujón nos sacaba de la carretera. Afortunadamente poco a poco lo fuimos dejando atrás a medida que abandonábamos la región.

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Al mismo tiempo y progresivamente, se iba notando la bajada de las temperaturas, aunque en ciertas zonas de montaña el termómetro escalaba posiciones.
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Hasta que a la hora de comer alcanzamos Puigcerdá, localidad fronteriza al pie de Francia que parece ser goza de su máximo esplendor en épocas de deportes de nieve. Su identidad salta a la vista en un primer acercamiento. Allí llegamos a almorzar en una terraza donde se mezclaban franceses y españoles. Tropezamos con un grupo de fanáticos del maxi escúter T-Max que llevaban preparados “hasta los dientes”. Estas máquinas no gozan de mi simpatía, pero reconozco que me vi obligado a examinar esa colección de golosinas con las que iban equipadas: escapes ruidosos, detalles cromados, bolsas de equipaje para el modelo en cuestión, etc.

Con las tripas calmadas proseguimos viaje adentrándonos en los campos franceses. Aunque suene infantil, la ilusión conducía por mí. Tenía muchísimas ganas de conocer las carreteras de nuestros vecinos y rodamos y rodamos por ellas entre extensísimos prados, a la sombra de montañas y viaductos, coleccionando pueblecitos de poquísimos habitantes (apenas se veía un alma en la calle).

La temperatura era buena pero fresca; según iba alejándose el sol bajaban las temperaturas drásticamente. Nos costó alcanzar el primer destino francés. Al principio las carreteras eran buenas y divertidas, pero sufrimos un tramo duro bastante largo: carriles parcheados y muy estrechos (dos coches debían cruzarse casi parados) y una gravilla constante que alternaba con charcos de pequeñas cascadas de los arroyos locales. Resultó un trayecto agotador pero que nos premiaba de vez en cuando con paisajes realmente espectaculares, como aquel que recorría paralelo al río y encajonado entre dos paredes de roca viva que, a veces, invadían la calzada por encima de nuestras cabezas.

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Los pueblos y las horas pasaban y poco a poco se alternaban carreteras maravillosas con otras realmente incómodas. Cuando llegamos a nuestra habitación previamente reservada aún no había anochecido. Descansamos un par de horas y salimos a cenar a Quillán, a pocos minutos por carretera.

Quillán es un pueblo enclavado entre ríos y montañas, invadido por el verde y la roca, donde bloques de edificios dignos de cualquier barrio de cualquier ciudad se alternan con casitas de pueblo, románticos puentes de piedra y vida rural. Cuando llegamos era de noche y la gente se arremolinaba en las terrazas de los tres o cuatro restaurantes abiertos. La temperatura no era para terrazas ni de broma, pero ahí estaban, disfrutando de la noche. Nosotros optamos por el interior donde disfrutamos de una cena a base de vino tinto, pato y una amabilidad francesa sorprendente.

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A la salida comprobamos que eran las fiestas del pueblo y un sin fin de luces de colores adornaban las atracciones como las de cualquier feria española. Echamos un vistazo y corrimos a los brazos de Morfeo, no sin antes deleitarnos con cuatro kilómetros de curvas de montaña en total oscuridad, que siempre apetecen.

Nuestro hogar por una noche había sido una casita a la rivera de un río y con terreno verde alrededor: árboles, gatos y ¡gallinas! Los dueños eran una pareja de ingleses que nos contaron cómo recibían ayudas por parte del gobierno francés por tener árboles y gallinas dentro de sus terrenos. El tipo fue amable pero bastante soberbio. Para una noche suficiente, nos vamos a Carcassonne.

Curiosa la decoración, oye.

El camino que siguió fue uno de los que guardo con más cariño. Al pasar de nuevo por Quillán nos acoplamos a un grupo de motoristas que hacían nuestro mismo camino. En este país está muy extendida la cultura del turismo de bajo coste: las roullotes o caravanas invaden las carreteras nacionales y se les tiene en cuenta en las señales de tráfico. Se les facilita multitud de parques para que se instalen en cada pueblo y un sin fin de medidas que hacen que prolifere esta afición. En cuanto a las motos, el motorista medio practica el turismo en pareja, con baúl o maletas y su edad es bastante más alta que en España. De todo hay claro, pero eso es lo que encontramos mayormente. Todo lo cual no significa que sólo les guste pasear; cuando cerrábamos el grupo en dirección Limoux – Carcassonne, las motos de delante parecían esperarnos cuando nos descolgábamos por el tráfico y cuando íbamos juntos apretaban el puño con bastante alegría. Quizá fue una coincidencia pero nos hicieron sentir parte del grupo. Allí me di cuenta que los límites de velocidad no eran iguales para todos, digamos que me despreocupé de los mismos porque me “llevaban” los anfitriones y me sorprendí bastante de su comportamiento, que no era el más respetuoso. De cualquier modo, era fantástico ver cómo los coches se echaban a la derecha y nos dejaban pasar en casi cualquier circunstancia. Ese respeto me impactó, tanto más acostumbrado como estoy a la educación vial ibérica y me vi dando las gracias a todo aquel que nos dejaba paso.

Nos llevaron hasta Limoux (flores, catedrales, iglesias, ríos, puentes de piedra, terrazas, plazas y turistas), donde hicimos un breve “alto” y partimos a Carcassonne, una ciudad con todas las letras. Tráfico, mucho turismo español (pero mucho) y mucha oferta turística. Me sorprendió también que, ante un embotellamiento de los de verdad, las motos presentes esperaban su turno como los coches. Sentí que me comporté con mala educación pero estaba cansado, tenía hambre y el espacio entre filas de coches era muy amplio, con lo que me guardé la vergüenza y saqué mi pericia forjada en el centro de Madrid para alcanzar la meta con cortesía pero con decisión.

Carcassonne también son flores, turismo, puentes y ríos, pero ostenta un castillo impresionante destino de las hordas de turistas y meca del fan de la Edad Media. Una caminata con aguda subida para rematar y alcanzar la entrada al castillo (gratuito). En la puerta, un aparcamiento gigante para caravanas y un mejor sitio para dejar la moto que donde la teníamos, en el centro turístico. Recorrimos el interior de la ciudad amurallada junto con todos los turistas del mundo y gran parte de las tiendas del mismo: armas de la Edad Media de juguete, caramelos, bebidas, souvenirs, restaurantes, hoteles, una iglesia, atracciones, etc. Allí se cuenta la historia de cómo Madame Carcás venció al ejército de Carlomagno tras cinco años de asedio y la ciudad tomó su nombre en honor a su hazaña.

Volvimos tras la caminata con botas de moto deportivas y pies hechos polvo hasta la moto y continuamos el camino hacia donde dormiríamos esa noche, un pueblo llamado Saint Lizier. Esta pequeña localidad está al lado de Saint Girons, en el camino pasamos por Mirepoix y Foix, es decir, atravesamos por carreteras nacionales. Un hombre (que ya peinaba canas) que conducía una GSX F al que preguntamos en un semáforo, no se dio por satisfecho hasta que no nos sacó de la ciudad y nos dejó en la carretera correcta en dirección a Mirepoix. Un aplauso desde aquí, no sé cuánta gente hará eso en España pero aquel tipo se merece nuestro reconocimiento.

Foix luce un extraordinario castillo del que sólo disfrutamos desde la moto y un camino hasta Saint Girons de carreteras nacionales por las que nos adelantaron dos motos a más de 140 km/h. Eso dice mucho de las posibilidades de la misma y más cuando aseguro que, aunque no era esa la velocidad más adecuada para el entorno, sí que se podía circular a 120 km/h y curvear deleitándonos sin peligro.

Llegamos en seguida a nuestro hostal donde un tipo de los que dan mala fama a los franceses hizo gala de su superioridad y altivez. La de arena vino en la cena donde una camarera nos obsequió con una gastronomía fantástica a unos precios más que razonables.

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El día siguiente era ya domingo, y tocaba un trayecto de largos kilómetros de carretera. Debíamos alcanzar Biarritz en tres horas una vez en autopista, pero en vez de ello circulamos por carreteras nacionales en paralelo a la misma. Pensábamos que la velocidad sería similar y el paso por los pueblos sería más agradable. Sin embargo, el tráfico inesperado y el hecho de reducir al paso por cada población hizo que lleváramos tres horas de viaje y sólo hubiéramos recorrido la mitad del camino. Así que comimos algo en ruta y al paso por Pau embarcamos en la autopista que nos llevaría con un total de seis largas horas de viaje (descansos incluidos), hasta Biarritz. Afortunadamente aún era pronto, las seis de la tarde, cuando alcanzamos semejante destino, así que disfrutamos de la playa y un merecido descanso lo que quedaba de día.

Un Café Racer Rider que nos encontramos a la vuelta. Cargados hasta los topes.

Me recordó abrumadoramente al encanto señorial de nuestro San Sebastián, aunque con las playas y las calles absolutamente abarrotadas de turistas franceses en busca de sol y mar. La oferta en restauración es amplia, aunque cuidado con los desayunos ya que un descuido puede costarnos siete euros por un café y un croissant. Al día siguiente nos prometimos volver con más tiempo a este destino “surfero” y nos pusimos en marcha sin demasiada prisa, aun quedaban muchos kilómetros por delante.

El dueño de la BMW nos dió una envídia horrorosa. Salía del NH Burgos peinadito, recién duchao y oliendo estupendamente. Se ve que acaba de llegar. Todo lo contrario de nosotros.

RECORRIDO

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2 respuestas a “Bonne Route!!”

  1. Tomás dice:

    Excelente zona para el viaje a dos ruedas. ¡Una crónica completa, si señor!

  2. Jose Luis dice:

    me ha gustado 🙂 Bonita zona. Espero disfrutarla desde la moto pronto.

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